Es una noche de otoño, de esas que encienden la inquietud. La moto está lista, ahí, con el tanque lleno y esa promesa de libertad que solo entiende el que ha sentido el viento apretarle los hombros y dejar la rutina atrás. El destino está por decidirse: ¿playa o montaña? Ambos caminos me tientan, pero lo curioso es que poco me importa cuál escoger. Lo mío nunca ha sido hacer mapas; es el final, el último kilómetro, lo que quiero visualizar. El camino intermedio… eso se va resolviendo sobre la marcha.
Hay algo en la incertidumbre que me atrae, algo salvaje, una especie de juego en el que la moto y yo somos los protagonistas. Sé que habrá paradas, quizá algún bar perdido donde tomar un café, pueblos pequeños de esos que guardan secretos y donde la gente te mira con curiosidad al escuchar el rugido de la moto al entrar. Es lo que tiene esta vida: al final, cada trayecto es distinto, irrepetible.
No se trata de llegar, se trata de estar en movimiento, de sentir la libertad en cada cambio de marcha, en cada curva que aparece sin aviso. No planear el camino significa abrirse a lo inesperado, al cielo que puede volverse oscuro en un instante o al sol que se cuela por entre las nubes, justo cuando más lo necesitas. Así, en cada viaje, encuentras un poco más de ti mismo.
Porque para nosotros, los que vivimos de estas escapadas, lo importante no es si vas a la playa o a la montaña. Lo importante es que arrancas la moto, el motor retumba, y de repente, nada más importa que ese instante perfecto en el que el mundo y tú están en sincronía. ¿El destino? Eso es solo una excusa.
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