Cuando me saqué el A2

Cuando me saqué el A2

La historia de mi carnet A2 es algo que recuerdo con una mezcla de risa y orgullo. Yo ya tenía el A1, como muchos, porque el carnet de coche en España te lo da de serie. Sin embargo, en el fondo siempre me había quedado ese gusanillo de ir más allá, de probar algo con un poco más de potencia. Sabía que el siguiente paso era el A2, y aunque parecía sencillo en teoría, la práctica me iba a enseñar un par de cosas.

El primer día de clases, llegué a la autoescuela y me encontré con una moto 400cc reluciente, esperando que alguien la domara. Hasta ese momento, mi experiencia había sido con scooters y motos de baja cilindrada, así que verme frente a una máquina con más fuerza me causó un cosquilleo de nervios y entusiasmo. Claro, miré al instructor con una mezcla de respeto y “aquí no pasa nada”, y él, con una sonrisa que probablemente había visto a cientos de principiantes igual de confiados, me dio una palmadita en el hombro y me soltó un “tranquilo, la moto no muerde… si sabes cómo tratarla”.

Arranqué la moto, y ya el sonido era distinto, con un rugido que hacía eco en el parking de la autoescuela. La emoción era tanta que, en cuanto me dieron luz verde para salir a la pista, aceleré un poco más de la cuenta en una recta. La moto pegó un tirón, y aunque no me caí ni nada, el susto me hizo aflojar la mano. Escuché al instructor desde lejos decir algo que no alcancé a entender, aunque estoy seguro de que se estaba riendo de mi pequeño “impulso de confianza”.

En otra práctica, el instructor nos llevó a un circuito con varias curvas, algunas más cerradas que otras. Para alguien acostumbrado a motos de baja potencia, las curvas en una 400cc se sienten como una especie de ritual de iniciación. Iba bien en las primeras, confiado, hasta que en una curva más pronunciada decidí probar con un poco más de gas para ver qué tal. Lo que sucedió fue una mezcla de desastre y aprendizaje: la moto respondió de inmediato, casi demasiado rápido, y sentí cómo la rueda trasera coqueteaba con el límite del agarre. Terminé corrigiendo a última hora, pero tuve que poner el pie en el suelo para no acabar decorando el césped de la autoescuela. Cuando volví a ver al instructor, ya estaba doblado de la risa, aplaudiendo sarcásticamente mi intento de «piloto profesional».

A pesar de los sustos, esas prácticas me enseñaron el respeto que requiere una moto de mayor cilindrada. Cada curva, cada frenada, era un recordatorio de que la potencia no es solo para acelerar, sino también para controlar. Poco a poco, fui ganando confianza y mejorando mis habilidades, aunque siempre me quedaba esa vocecita en la cabeza que me decía que no me pasara de listo.

Finalmente, después de varias clases y algún que otro incidente cómico, llegó el día del examen. Me sentía listo, aunque no puedo negar que había algo de nervios en el ambiente. Durante el examen, me concentré al máximo en cada maniobra, recordando las palabras del instructor y todos esos momentos en los que la moto me había dado alguna lección. Cuando terminé, supe que lo había logrado.

Obtener el A2 fue más que solo un trámite para mí; fue una pequeña aventura llena de risas, algún susto y mucho aprendizaje.

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