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Y las calles se tiñen de marrón

El viento ya no sopla igual. Lo noto en las mañanas, cuando salgo al garaje, casco en mano, y el sol apenas se asoma por el horizonte. El verano se ha ido, y con él, las noches interminables en las que el calor te abrazaba incluso después del anochecer. Ahora, cada vez que me subo a la moto, el aire es más frío, más denso, casi cortante. El otoño ha llegado.

Siempre he sentido que las estaciones se manifiestan de forma distinta para los que andamos sobre dos ruedas. La gente que va en coche ni se entera, sellados en sus cápsulas de metal, con la calefacción o el aire acondicionado ajustando sus cuerpos a un eterno confort. Pero los moteros… sentimos la transición en nuestra piel, en cada parte de nuestro equipo, en la misma respuesta de la máquina bajo nosotros. Es una danza constante con el entorno, donde cada cambio en el clima es un nuevo paso a seguir.

El verano tiene su encanto, claro. Los días son largos, las rutas se alargan sin temor a que el sol desaparezca de golpe, y la brisa cálida que te envuelve en cada curva es como una caricia constante. Pero también tiene sus inconvenientes: el calor sofocante dentro del casco, el sudor que se acumula bajo el cuero de la chaqueta, los neumáticos que parecen derretirse en el asfalto ardiente.

Cuando el otoño empieza a dejarse sentir, todo cambia. La temperatura desciende y con ella, algo en el comportamiento de la moto. El motor parece respirar mejor, el aire fresco que entra en los cilindros le da una especie de vida renovada. Aceleramos juntos, como si ambos tuviéramos una energía acumulada durante el verano, esperando el momento adecuado para soltarnos.

Pero no todo es tan idílico. El otoño también trae consigo retos. Las mañanas son frías, y la carretera, a veces, se vuelve traicionera con esa fina capa de humedad que deja la niebla o el rocío. El asfalto se enfría, y los neumáticos tardan más en agarrar como deben. Es un periodo de transición, no solo para la naturaleza, sino también para uno mismo como motorista.

He aprendido a respetar este cambio. Años atrás, cuando era más joven e impetuoso, ignoraba las señales. Quería seguir apretando el acelerador como lo hacía en pleno agosto, sin entender que la moto, la carretera, e incluso mi propio cuerpo, necesitaban un ajuste. Una curva demasiado optimista en un día de octubre me enseñó lo que significa perder el control por confiar ciegamente en los reflejos del verano.

Ahora, al igual que la naturaleza se adapta, yo también lo hago. Mi equipo cambia, y no es solo una cuestión de comodidad. Cambiar el traje de verano por uno más grueso, con forro térmico, no es un lujo, es una necesidad. Lo mismo sucede con los guantes; ya no es suficiente la fina capa de cuero que solía llevar, necesito algo que me proteja de la mordida del frío, pero que al mismo tiempo no me quite sensibilidad al manillar. Porque al final, cada trayecto, por corto que sea, es una conversación continua entre mis manos y la máquina. No puedo perder ese contacto.

Otro detalle que cambia con el otoño es la luz. Los días se acortan, y lo que en verano eran largas rutas bajo el sol, ahora son trayectos donde la luz del día se desvanece antes de lo esperado. Las sombras se alargan, y la visibilidad se vuelve un reto. He aprendido a valorar la importancia de unas buenas luces, a revisar que todo funcione como debe antes de cada salida. No hay nada más peligroso que confiar en la memoria de una carretera cuando la visibilidad es limitada.

El paisaje, sin embargo, ofrece recompensas que solo el otoño puede dar. Las hojas caen en cascada, llenando las rutas de un colorido que contrasta con el gris del asfalto. Hay algo casi mágico en rodar a través de bosques donde el suelo está cubierto de tonos rojos, naranjas y marrones. El rugido del motor parece resonar de forma distinta en esos ambientes, como si la naturaleza misma estuviera escuchando, atenta a cada movimiento.

Cada año, en algún momento de octubre, hago mi ruta tradicional hacia la sierra. No es una cuestión de destino, sino de viaje. Los caminos serpentean entre montañas, subiendo y bajando, y en esta época del año, el aire es limpio, puro, con un aroma a tierra mojada y hojas secas que solo el otoño puede ofrecer. Es en esos momentos cuando me doy cuenta de lo afortunado que soy de poder experimentar el mundo desde esta perspectiva. Mientras otros ven el cambio de estación como una simple variación de temperaturas, para mí es una transición profunda, casi espiritual.

 

A medida que avanzan los días, el frío se intensifica, y sé que pronto llegarán las primeras lluvias. Con ellas, vendrán más desafíos. El pavimento mojado, las curvas traicioneras, las manos que comienzan a entumecerse a pesar de los guantes más gruesos. Pero esto es parte del encanto de montar en moto, ¿no? No se trata solo de la libertad de la carretera, sino también de los obstáculos que enfrentamos y superamos. Cada estación tiene sus retos, y el otoño, aunque más sutil que el invierno, demanda respeto.

Recuerdo una conversación con un viejo amigo, otro motero, que me decía que rodar en otoño es como una lección de humildad. No puedes enfrentarte a la naturaleza con la misma arrogancia que en pleno verano. Las condiciones cambian rápidamente, y lo que antes era una ruta familiar y fácil puede volverse peligrosa en un instante. Pero esa es la belleza del cambio de estaciones: te obliga a estar presente, a ser consciente de cada detalle.

El otoño no es solo una estación más en el calendario. Para los que vivimos sobre dos ruedas, es un recordatorio de que cada trayecto, cada ruta, es única. Nos recuerda que el tiempo avanza, que las condiciones cambian, y que debemos adaptarnos o enfrentar las consecuencias.

Así que aquí estoy, ajustando mi chaqueta, apretando los guantes un poco más fuerte y mirando el cielo gris que anuncia la llegada de un nuevo día. El frío no es un obstáculo, sino una señal de que la aventura continúa, solo que ahora, con un matiz diferente. Mientras el motor ruge bajo mí, sé que no importa cuántas estaciones pasen, siempre estaré listo para enfrentar lo que venga. Porque, al final del día, no importa si es verano, otoño o invierno. Lo que importa es la carretera, la moto y yo.

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