Ayer fue un día que recordaré por mucho tiempo. El cielo, que había estado relativamente despejado por la mañana, se transformó en un lienzo oscuro y amenazante al mediodía. Sin previo aviso, comenzó a llover con una intensidad que hacía mucho no veía. No era una simple lluvia, era un verdadero diluvio acompañado de granizo. Y ahí estaba yo, en medio de la carretera, montando mi moto.
Desde el primer impacto de las gotas gordas contra mi casco, supe que sería un trayecto difícil. La visibilidad se redujo drásticamente en cuestión de minutos. Las gotas rebotaban en la visera de mi casco como pequeñas balas, y el sonido del granizo golpeando el suelo se mezclaba con el rugido del viento. Conducir en esas condiciones requería una concentración extrema y una habilidad especial para mantener la moto bajo control, aparte de la velocidad, tuve que reducir bastante. Nunca había ido por carretera con granizo en el suelo.
Intenté mantener la calma y seguir adelante, pero la carretera se volvió traicionera. El agua comenzaba a acumularse, formando charcos que hacían resbalar las ruedas. Con cada metro recorrido, la sensación de peligro aumentaba. A lo lejos, pude ver un cartel con un anuncio de un pequeño refugio en forma de gasolinera al lado de la carretera, y decidí que sería obligatorio detenerme allí hasta que la tormenta amainara y no tratar de seguir manejando la moto en esas condiciones.
El trayecto hacia el «refugio» fue una verdadera prueba de nervios. Los vehículos que me pasaban, algunos con sus luces apenas visibles a través de la cortina de agua, no parecían tener en cuenta mi situación. Pasaban a mi lado a toda velocidad, salpicando más agua y granizo, obligándome a maniobrar con cuidado extremo para evitar perder el control. Cada vez que un coche pasaba cerca, mi corazón se aceleraba, temiendo lo peor.
Finalmente, llegué a la gasolinera. Estaba empapado y temblando, pero al menos a salvo. Me quité el casco y observé la tormenta con un nuevo respeto. La naturaleza puede ser implacable y, a veces, nos recuerda lo pequeños y vulnerables que somos. Miré mi moto, el granizo por todas partes cubriendo todo con un manto blanco, y supe que había tomado la decisión correcta al detenerme. En condiciones como esas, la seguridad debe ser siempre la prioridad, no hay héroes.
La tormenta duró cerca de una hora, pero finalmente comenzó a ceder. Cuando el granizo se convirtió en una llovizna ligera, me sentí aliviado y agradecido de haber salido ileso de la experiencia, la primera en esas condiciones para mí. Volví a ponerme el casco, revisé que la moto estuviera en buen estado, y emprendí el camino de regreso a casa con una nueva lección aprendida: nunca subestimar la fuerza de la naturaleza y siempre estar preparado para lo inesperado.
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